Una de las tradiciones más arraigadas entre el pueblo de México es la celebración cada 2 de noviembre del Día de Muertos, que lejos de ser una ocasión tétrica es toda una fiesta con la que las familias honran a sus muertos de diferentes maneras.

La visita a las tumbas y la colocación del altar con todos los elementos para recibir el espíritu de los difuntos en su vuelta a casa son rituales obligados, y parte esencial del altar es el pan de muerto.

La historia del pan de muerto no es precisamente la más glamorosa; algunas versiones indican que los aztecas ofrendaban el corazón todavía latiendo de una doncella a los dioses, y el sacerdote que encabezaba el rito lo sumergía en una olla con amaranto y lo mordía en señal de agradecimiento.

Por supuesto, los sacerdotes españoles se horrorizaron y se dedicaron a erradicar estas costumbres, y para sustituir este acto crearon un sincrético pan de trigo con elementos equivalentes: el círculo superior representa al cráneo humano y las cuatro canillas simbolizan los huesos del cuerpo apuntando a las cuatro direcciones del universo. Las versiones originales de éste eran bañadas en tintura roja para representar la sangre, un verdadero “pan de muerto”.

En la actualidad el pan de muerto puede encontrarse desde meses antes de noviembre, y su preparación depende de la región: en Oaxaca se usa la misma masa de otros panes y se le agregan los elementos característicos; en la mixteca poblana se le da forma humana e incluso en ciertos lugares se pueden encontrar versiones mucho más modernas rellenas de natas, chocolate o en un alarde de sincretismo cultural, de nutella.

Cualquiera que sea tu versión favorita, no dejes de probar esta delicia y de visitar los altares de muertos que se colocan en todos los pueblos y ciudades de nuestro país.